La Red y su presa
Cuando alguien se corta el pelo corta
al mismo tiempo la oscuridad, los hilos de la sombra.
RAFAEL COURTOISIE
Ya sea cuando elabora constelaciones
o figuras geométricas de raigambre minimalista (líneas, círculos, espirales), o
bien cuando forja sus vastas y espléndidas tramas de cabellos, Janneth Méndez
opera como las arañas cuando tejen sus telas, esto es, urde una malla para
cercar a su presa, y esa presa no es otra que la muerte. La finalidad
alimenticia que impulsa la labor de la araña, en Méndez se convierte en un
hecho no menos capital: sus tramas son una trampa contra la muerte, una manera
de capturarla para conjurarla y trascenderla; una estrategia de sobrevivencia.
De un punto a otro del espacio
plástico o museográfico, con frecuencia Méndez no hace otra cosa que procurar
un nuevo, secreto lazo umbilical, tender puentes que le permitan una reconexión
simbólica con el cuerpo materno ausente; sostener, en definitiva, un vínculo y
diálogo imaginarios con el fantasma de la madre. Pero se trata siempre de un
viaje de ida y vuelta: en su obra todo retorno al espectro fundante –a la
matriz–, cada reterritorialización importa también una desterritorialización,
la liberación de ese espectro. Confeccionada a lo largo de dos años en croché,
a semejanza de una gigantesca telaraña, de una intricada mandala, su laboriosa
y primorosa Red no escapa a este diseño, a este designio. Estructura
trasparente y ambivalente, concentra luz porque libera sombras.
Un ilustre linaje mitológico y
cultural enlaza la labor del tejido y el cabello con la idea de la muerte. Las
Moiras (las Parcas en latín) eran un trío de hilanderas que tejían a su antojo
el destino de los hombres, y una de ellas, Átropo (la Inexorable), llevaba las
funestas tijeras que cortaban ese hilo en el momento que consideraba oportuno.
Durante tres años, lo que teje Penélope cada día para destejer en las noches es
ni más ni menos que una mortaja para el anciano Laertes; de modo que si por un
lado aplazaba la decisión de elegir entre los pretendientes que habían invadido
el palacio de Odiseo, por otro, deshacer la mortaja suponía una negación
implícita de la muerte. Más cercanos de nosotros, y más conocidos, son los
episodios de María –la popular novela de Jorge Isaacs– donde la joven
protagonista conserva en un “guardapelo” retazos del cabello de su amado Efraín
y de su madre difunta, y en víspera de su temprano deceso solicita que una vez
que éste se cumpla, le corten un mechón de su hermosa cabellera para que se lo
entreguen a Efraín, quien se halla ausente. Esos retazos de pelo, preservados y
adorados como fetiches, ofrendas o exvotos salvan la memoria de lo perdido, nombran
metafóricamente una carencia, una ausencia, y en última instancia lo
innombrable. Así, en un perpetuo juego de alusión y elusión de la muerte, los
textos plásticos de
Méndez –esculturas capilares– emiten signos vitales, amorosos y eróticos, son los
fragmentos de un discurso afectivo, una larga oración (en sentido gramatical y
religioso) siempre recomenzada, un espacio propicio a la meditación como un
mantra hecho con un reducido número de sílabas y palabras, los poderosos significantes
(pelos y fluidos orgánicos) con los que ha construido y acotado su mundo.
Cristóbal Zapata
Sala Proceso - Inauguración: enero 17 de 2013
Fecha de cierre: febrero 4 de 2013
Notas de prensa:
"Janneth Méndez crea una obra con cabellos" - Diario El Tiempo, enero 16 de 2013
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